Me ven, luego existo

12.09.2024 

En los últimos meses han sido varias las experiencias en las que la memoria o la atención no se han comportado como solían. Unas llaves olvidadas en la cerradura de la puerta, una ventana entreabierta, la película que vimos anoche, y alguno más. Son banalidades, pero que junto con otras observaciones reveladoras, en un momento me llevan al pensamiento de que son los efectos de la edad. En primer lugar resulta emocional a pesar de que lleve tiempo asumiendo que el tiempo se agota. Hace tiempo que lo veo agotarse en los otros, lo cual es lo normal cuando potencialmente queda más tiempo por delante que pasado. Tomas mucha más conciencia cuando comienza a acabarse para los más próximos por cuanto compartías muchas más experiencias diarias. Pero sólo he venido a tomar verdadera conciencia de la finitud del tiempo cuando comienzan a suceder hechos que nos muestran cómo nos vamos desvaneciendo. Incluso sin llegar al momento final, como podemos desvanecernos en vida. La pérdida de la memoria, la pérdida de la capacidad cognitiva. Un desvanecimiento del ser, de la conciencia, de la persona que eramos. En cumplimiento de la ley universal de la entropía. Nada que no sea natural. Tal vez la vida no sea otra cosa que una lucha, una fuerza motriz, que trata de balancear la entropía. No creo que el ser humano sea la culminación de la evolución de la vida. Si fuera así, que pobre resultado. Si bien hemos sido capaces de casi entender muchos de los mecanismos de la vida y de entrever lo que aún nos queda por entender, parece que no somos capaces de evitar la destrucción de la vida misma en el proceso. Pero eso es otra historia. Lo que me trae a colación los hechos que menciono es la toma de conciencia de la finitud del tiempo y de las consecuencias. ¿Sería posible que ésta sea inconscientemente la guía de nuestras vidas? ¿La de todas las vidas que se expresan de forma común en la cultura en la que vivimos y creamos? Es de sobra conocida la necesidad humana de dejar un legado. Ya sea en forma de descendencia o en forma de actos que pervivan en el recuerdo común. Casi todas nuestras buenas y malas acciones responden a esta necesidad. Sin ella no habríamos avanzado en el conocimiento y llegado al punto en que nos encontramos. Pero igualmente a causa de ésta nos encontramos en este   callejón sin salida de la extinción, no ya como sociedad, sino posiblemente de lo que conocemos como Naturaleza. Que absurdo. Nos ocupamos tan exclusivamente de perpetuar nuestro legado, como si el mundo no pudiera existir sin nuestra aportación, que en el camino nos llevamos por delante a otros y al propio mundo. Acumulamos lo que serviría a los otros a desarrollar su legado, convencidos de que el nuestro es más importante o temerosos de no poder llegar a desarrollar el nuestro. Ese podría ser el origen de la acumulación primitiva. El miedo a desvanecernos. El origen del problema. No fue el probar la fruta prohibida del arbol del conocimiento lo que nos expulsó del paraíso. Fue el apropiarse de la fruta, disponible para todo el que quisiera alargar la mano, para ofrecerla, no tan inocentemente, a cambio de reconocimiento. Un reconocimiento que constituye sumisión, dependencia de quien nos reconoce. Me ven, luego existo. Compartir fue la forma que encontramos para evolucionar con mayor rapidez que el resto de las especies. Compartir el alimento para el cuerpo y también para el espíritu, el conocimiento. Esa fuerza creativa pronto se vió contrarrestada con la fuerza destructiva de quien supo ver el valor de controlar lo que se compartía. El robo del fruto del conocimiento a favor de la perpetuación del legado propio. El yo mismo por encima de todo y de todos. Y en esa seguimos tantos milenios después. Si cabe, aún peor. Ahora mismo ni siquiera es uno mismo el que busca perpetuarse, físicamente, orgánicamente. Solo buscamos el reconocimiento instantáneo, en el momento, en una competición por la atención que nadie puede ganar y que nos está conduciendo a un final para todos. Pero seguimos como la orquesta del Titanic, tocando mientras el barco se hunde. ¿Aceptación o impotencia? Parece más de lo segundo. La aceptación nos hubiera llevado al reconocimiento de la futilidad del esfuerzo. Nos hubiera llevado a desescalar, a desactivar la amenaza vital que nos supone la búsqueda de reconocimiento. Nos hubiera vuelto a convertir en un grupo social, solidario, colaborativo en la búsqueda de soluciones. Por contra, cada vez es mayor el aislamiento, la impotencia y la presión por destacar y perpetuar nuestro legado. 

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